#27 • ¿Y si el fraude no fuera el problema?
Una historia real, pero demasiado común, sobre cómo normalizamos operar sin estructura y seguimos llamando a eso “logística”.
En México, pareciera que transportar carga es también transportar incertidumbre. Y no solo por los riesgos de carretera, sino por el modelo operativo sobre el cual se construyó buena parte del sistema logístico del país: uno fragmentado, informal y profundamente desconectado.
Hoy, cualquiera puede hacerse pasar por transportista. Basta con una cuenta de WhatsApp, una cotización enviada en PDF y una historia creíble para obtener un anticipo. Del otro lado, hay decenas de empresas dispuestas a transferir dinero con tal de resolver una urgencia. No hay procesos de validación claros, ni protocolos compartidos, ni garantías reales. Solo velocidad. Solo necesidad.
¿El resultado de esto? Una industria vulnerable por diseño.
Los fraudes en el transporte no ocurren porque el país esté plagado de delincuentes. Ocurren porque no hemos hecho lo suficiente para cerrar la puerta. Porque seguimos normalizando la operación sin estructura. Porque la improvisación, más que una salida, se ha convertido en la norma.
Y lo más preocupante no es que haya empresas que siguen operando así. Es que muchas ni siquiera se preguntan si hay otra forma de hacerlo.
El fraude no fue una sorpresa. Fue la consecuencia lógica.
La historia que vengo a contarles hoy, es una que me sucedió a mí cuando tenía mi empresa de logística. Todo comenzó en una fecha particularmente inoportuna: un 15 de septiembre. Dos transportistas me cancelaron el servicio en cuestión de horas. Uno por un choque. Otro por una supuesta falla mecánica. Era viernes por la tarde. Víspera de puente. Las unidades estaban tomadas, y la presión de nuestro cliente crecía con cada minuto.
Lo que vino después fue una escena repetida en cientos de operaciones logísticas: búsqueda desesperada en grupos de WhatsApp, recomendaciones de último minuto, perfiles de Facebook, mensajes directos, promesas por teléfono. La carga tenía que salir ese mismo día porque al siguiente nadie trabajaba en el almacén del cliente, y eso bastaba para flexibilizar cualquier criterio de validación.
Así apareció un nuevo proveedor, con una voz convincente, documentación en orden y un requerimiento inmediato: un anticipo de cinco mil pesos para poder "asegurar la unidad". Todo parecía estar alineado. En realidad, nada lo estaba.
Una vez hecha la transferencia y colocado la unidad, lo siguiente fue caos. No había GPS. No había trazabilidad. La unidad, lejos de cumplir con las condiciones mínimas, ni siquiera pertenecía al proveedor que decía representarla. El engaño era evidente. Pero llegó cuando ya era demasiado tarde para retroceder.
El fraude que sufrimos no fue una sorpresa. Fue la consecuencia lógica de operar sin estructura. De aceptar como normal que decisiones críticas se tomen con base en mensajes, capturas de pantalla y un sentido de urgencia que todo lo justifica. No fue un evento aislado. Fue un reflejo de cómo, en muchos casos, sigue funcionando la logística en este país.
Lo preocupante no es el fraude. Es que lo hemos aceptado como parte del proceso.
Lo más grave de este tipo de incidentes no es su ocurrencia, sino su previsibilidad. Y peor aún: su normalización. En muchas empresas, estos episodios no detonan cambios estructurales, no provocan revisiones profundas ni reformulan procesos. Se asumen como parte del riesgo operativo. Como si fueran una cuota implícita del negocio.
Esta lógica no es accidental. Es el reflejo de una industria que ha aprendido a operar sin estructura. Donde la informalidad de los procesos no es una falla temporal, sino el modelo dominante. Cada empresa valida a su manera, toma decisiones con base en confianza verbal, y delega responsabilidades a documentos sueltos o conversaciones por chat.
Acá en México, no existen plataformas adoptadas para consultar historiales de operación, confirmar documentación o establecer alertas preventivas. Lo que sí existe es una red paralela de grupos, excels, contactos compartidos y soluciones improvisadas que resuelven a corto plazo, pero que dejan vulnerabilidades abiertas.
A esta fragmentación se suma el rezago institucional. Las herramientas de gobierno que podrían dar orden —como sistemas de validación de permisos, o de RFCs, o de identidad de empresas, además de personas— son inexistentes o son prácticamente inaccesibles. Esto ha empujado a los actores logísticos a construir sus propios filtros, lo que perpetúa una lógica sin base común, sin interoperabilidad y sin responsabilidad compartida.
No vengo aquí a decir únicamente: “Es que faltan herramientas”. Sería solamente querer tapar con un dedo una ausencia más profunda: una cultura de prevención. En muchas operaciones logísticas, el control es una ilusión sostenida por la costumbre y la experiencia, pero sin ningún tipo de soporte sistémico que garantice consistencia cuando la presión se impone.
Y es precisamente esa cultura la que dificulta la profesionalización del sector, ya que mientras se sigan resolviendo problemas con soluciones que no dejan rastro, mientras la confianza personal pese más que los datos y mientras cada carga dependa del juicio aislado de quien toma la llamada, correo o mensaje, la logística no podrá operar con el estándar que el mercado ya demanda desde hace años.
La industria no está rota. Fue construida así. Y el problema no es el fraude. Es que seguimos aceptándolo como si fuera parte del flujo.
La digitalización es más que innovación. Es defensa operativa
Durante los últimos años, hablar de transformación digital en logística se ha vuelto una constante en eventos, paneles y discursos de industria. Pero muchas veces, ese discurso se queda en la superficie. Se habla de innovación como si fuera una elección estética. Se adopta tecnología como si se tratara de estar "a la moda".
La verdad es más simple. Y más incómoda. La digitalización no debiese una estrategia de crecimiento. Debiese ser una estrategia de supervivencia.
En un entorno donde cada decisión mal documentada puede desencadenar una pérdida, y donde las relaciones operativas se siguen basando en intuición más que en evidencia, la tecnología no debería ser vista como una mejora opcional. Debería ser asumida como el nuevo estándar mínimo.
Digitalizar no es escanear papeles ni enviar cotizaciones por correo. Es tener la capacidad de verificar identidades en segundos, centralizar procesos, rastrear responsabilidades y proteger a todos los actores de la cadena: desde quien toma decisiones hasta quien ejecuta en campo.
El software adecuado en tu empresa no elimina el riesgo. Pero sí reduce la dependencia de la suerte. Y en una industria donde la suerte ha sido por años la red de seguridad, eso ya representa un cambio profundo. La transformación no comienza con tecnología. Comienza con reconocer que operar sin ella ya no es opción.
¿Y si esto le pasara a una multinacional?
Cuando se habla de fraudes logísticos o validaciones improvisadas, el imaginario colectivo suele pensar en pequeñas y medianas empresas. Operaciones locales, recursos limitados. Pero vale la pena voltear la pregunta: ¿qué ocurriría si una situación similar —un operador fantasma, una unidad que nunca llega, un anticipo que desaparece— sucediera dentro de una multinacional como un DSV, un Nestlé o un DHL?
La respuesta “lógica” podría ser: “No pues no les pasaría”. ¿Seguro?
Claro que les sucede, y es porque no son inmunes al error. Pero eso sí, les sucede en un porcentaje muy muy bajo porque su estructura operativa está diseñada para impedirlo. En esas organizaciones, nada se mueve sin trazabilidad. Cada proveedor atraviesa filtros. Cada decisión tiene responsables. La urgencia nunca justifica la informalidad.
Este contraste que les muestro no busca idealizar. Busca evidenciar. Lo que en empresas globales sería un escándalo operativo, en muchas operaciones locales es solo otro día difícil. Lo que en un comité directivo detona una auditoría, en el almacén de una pyme apenas genera un comentario resignado: "Así pasa a veces".
El problema no es que las pymes operen distinto a las grandes. El problema es que muchas ni siquiera se plantean que podrían operar distinto. Que podrían blindarse. Que podrían estandarizar. Que podrían dejar de improvisar y así, operar mejor.
Profesionalizar la logística no es adoptar los sistemas de una multinacional. Es dejar de justificar la informalidad como si fuera una característica cultural. Porque si lo que aspiramos es a competir, crecer y trascender, el estándar no puede ser lo mínimo necesario para que la carga se mueva. El estándar debe ser lo mínimo necesario para que la operación sea confiable.
Un futuro que no puede seguir escrito en WhatsApp ni Excel
Cada vez que una empresa deposita su operación crítica en mensajes de voz, referencias por chat o capturas de pantalla, no solo está asumiendo un riesgo. Está renunciando al control.
En un sector donde coordinar personas, activos, tiempos, documentos y dinero debería requerir precisión y trazabilidad, seguir operando bajo lógicas informales es una elección. Una peligrosa.
Más que hablar de tecnología, esto va de estructura. De políticas claras. De estándares compartidos. De entender que profesionalizarse no es una moda ni un lujo, sino una responsabilidad hacia los clientes, los proveedores y los equipos que hacen que la cadena funcione día a día.
Ninguna empresa puede aspirar a ser competitivo si se sigue operando con base en intuiciones. No se puede hablar de eficiencia si no se puede auditar una decisión. Y no se puede hablar de confianza si lo único que sostiene la operación es un mensaje reenviado.
El verdadero cambio no empieza con un nuevo software. Empieza con la decisión de dejar de aceptar lo inaceptable. La logística no se transformará cuando todos adopten tecnología. Se transformará cuando deje de ser normal operar sin ella.